martes, 4 de diciembre de 2018

Vivir bien el Adviento


Queridos fieles:
Ya cerca del Vaticano II, el papa Juan XXIII, viendo que el Concilio sería un tiempo de encuentro con el Señor, daba una serie de consejos para disponerse bien a dicho encuentro.
Nosotros podemos aplicar esos consejos para vivir bien este Adviento y así prepararnos para la Navidad que se aproxima; pues la Navidad es también un encuentro particular con Cristo.
Transcribo entonces algunos párrafos de los consejos del papa Juan XXIII extraídos de su carta encíclica “Penitentiam Agere”.
Padre Pablo Rossi, IVE
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Venerables hermanos: Salud y Bendición Apostólica.
Hacer penitencia por nuestros propios pecados, según la explícita enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo, constituye para el hombre pecador el medio de obtener el perdón y de alcanzar la salvación eterna. Es, pues, evidente cuán justificado está el designio de la Iglesia católica, dispensadora de los tesoros de la divina Redención, la cual ha considerado siempre la penitencia como condición indispensable para el perfeccionamiento de la vida de sus hijos y para su mejor futuro.
Sí interrogamos a los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, vemos que todos los gestos de los más solemnes encuentros entre Dios y la humanidad —para expresarnos en lenguaje humano— han estado siempre precedidos por una persuasiva exhortación a la oración y a la penitencia. En efecto, Moisés no entrega al pueblo hebreo las tablas de la Ley divina sino después que éste ha hecho penitencia por los pecados de idolatría y de ingratitud (cf Ex 32, 6-35; y 1Co 10, 7). Los profetas exhortan incesantemente al pueblo de Israel para que supliquen a Dios con corazón contrito a fin de cooperar al cumplimiento de los designios de la providencia que acompañan toda la historia del pueblo elegido. Conmovedora es entre todas la voz del Profeta Joel que resuena en la sagrada liturgia cuaresmal: “Así, pues, dice el Señor: Convertíos a Mí con todo vuestro corazón en el ayuno, en las lágrimas y en los suspiros, y desgarrad vuestros corazones y no vuestros vestidos.
Más bien que atenuarse, tales invitaciones a la penitencia se hacen más solemnes con la venida del Hijo de Dios a la tierra. He aquí, en efecto, cómo Juan Bautista, el precursor del Señor, da comienzo a su predicación con el grito: “Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos se acerca” (Mt 3, 1). Y Jesús mismo no inicia su ministerio con la revelación inmediata de las sublimes verdades de la fe, sino con la invitación a purificar la mente y el corazón de cuanto pudiera impedir la fructuosa acogida de la buena nueva: “Desde entonces en adelante comenzó Jesús a predicar y a decir: Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Ibíd., 4, 17). Más aún que los profetas, el Salvador exige de sus oyentes un cambio total de mentalidad mediante el reconocimiento sincero e integral de los derechos de Dios, “he aquí que el Reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc 17, 21); la penitencia es fuerza contra las fuerzas del mal; lo mismo nos enseña Jesucristo: “El Reino de los Cielos se gana por la fuerza y es presa de aquellos que le hacen violencia” (Mt 11, 12)).
Igual invitación resuena en la predicación de los Apóstoles. San Pedro, en efecto, habla a las turbas después de Pentecostés, con objeto de disponerlas a recibir también ellas el Sacramento de la regeneración en Cristo y los dones del Espíritu Santo, diciéndoles: “Haced penitencia y que cada uno se bautice en el nombre de Jesucristo, para la remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38). Y el Apóstol de las Gentes advierte a los romanos que el Reino de Dios no consiste ni en la prepotencia ni en los goces desenfrenados de los sentidos, sino en el triunfo de la justicia y de la paz interior: “... porque el Reino de Dios no es comida y bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17-18).
No debe pensarse que la invitación a la penitencia se dirija solamente a aquellos que por primera vez han de entrar a formar parte del Reino de Dios. Todos los cristianos tienen realmente el deber y la necesidad de violentarse a sí mismos o para rechazar a sus propios enemigos espirituales o para conservar la inocencia bautismal, o para recobrar la vida de la gracia perdida mediante la transgresión de los divinos preceptos. Pues si es cierto que todos aquellos que se han hecho miembros de la Iglesia mediante el santo Bautismo participan de la belleza que Cristo le ha conferido…, es verdad también que cuantos han manchado con graves culpas la cándida vestidura bautismal, deben temer mucho los castigos de Dios si no procuran hacerse de nuevo cándidos y esplendorosos mediante la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14), mediante el Sacramento de la penitencia y la práctica de las virtudes cristianas.
Siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores, también Nos, venerables hermanos, deseamos ardientemente invitar a todo el mundo católico —clero y laicado— a prepararse para la gran celebración conciliar con la oración, las buenas obras y la penitencia.
Ante todo es necesaria la penitencia interior, es decir, el arrepentimiento y la purificación de los propios pecados, que se obtiene especialmente con una buena confesión y comunión y con la asistencia al sacrificio eucarístico. A este género de penitencia deberán ser invitados todos los fieles... Serian vanas, en efecto, las obras exteriores de penitencia si no estuviesen acompañadas por la limpieza interior del alma y por el sincero arrepentimiento de los propios pecados. En este sentido debe entenderse la severa advertencia de Jesús: “Si no hacéis penitencia, todos por igual pereceréis” (Lc 13, 5). ¡Que Dios aleje este peligro de todos aquellos que nos fueron confiados!
Los fieles deben, además, ser invitados también a la penitencia exterior, ya para sujetar el cuerpo al imperio de la recta razón y de la fe, ya para expiar las propias culpas y la de los demás. El mismo San Pablo, que había subido al tercer cielo y había alcanzado los vértices de la santidad, no duda en afirmar de sí mismo: “Mortifico mi cuerpo y lo tengo en esclavitud” (1Co 9, 27); y en otro lugar advierte: “Aquellos que pertenecen a Cristo han crucificado la carne con sus deseos” (Ga 5, 24). Y San Agustín insiste sobre las mismas recomendaciones de esta manera: “No basta mejorar la propia conducta y dejar de practicar el mal, si no se da también satisfacción a Dios de las culpas cometidas por medio del dolor de la penitencia, de los gemidos de la humildad, del sacrificio del corazón contrito, unido a la limosna”.
La primera penitencia exterior que todos debemos hacer es la de aceptar de Dios con resignación y confianza todos los dolores y los sufrimientos que nos salen al paso en la vida y todo aquello que comporta fatiga y molestia en el cumplimiento exacto de las obligaciones de nuestro estado, en nuestro trabajo cotidiano y en el ejercicio de las virtudes cristianas. Esta penitencia necesaria no sólo vale para purificarnos, para hacernos propicios al Señor y para impetrar su ayuda por el feliz y fructuoso éxito del próximo Concilio Ecuménico, sino que también hace ligeras y casi suaves nuestras penas por cuanto nos pone ante los ojos la esperanza del premio eterno: “Los sufrimientos del tiempo presente no tienen comparación alguna con la gloria que se manifestará un día en nosotros” (Rm 8, 18).
Además de las penitencias que necesariamente hemos de afrontar por los dolores inevitables de esta vida mortal, es preciso que los cristianos sean generosos para ofrecer a Dios también voluntarias mortificaciones a imitación de nuestro divino Redentor, quien, según la expresión del Príncipe de los Apóstoles, “murió una vez por todas por los pecados, el justo por los injustos, a fin de conducirnos a Dios, llevado a la muerte en su carne, mas conducido a la vida en el espíritu” (1P 3, 18).
“Puesto que Cristo padeció en su carne”, revistámonos también nosotros “del mismo pensamiento” (Ibíd., 4, 1). Sírvannos en esto de ejemplo y aliento los santos de la Iglesia, cuyas mortificaciones en su cuerpo, a menudo inocentísimo, nos llenan de maravillas y casi nos confunden. Ante estos campeones de la santidad cristiana, ¿cómo no ofrecer al Señor alguna privación o pena voluntaria por parte también de los fieles que, quizá, tienen tantas culpas que expiar? Aquéllas son tanto más gratas a Dios cuanto que no proceden de la enfermedad natural de nuestra carne y de nuestro espíritu, sino que son espontánea y generosamente ofrecidas al Señor en holocausto de suavidad.
Muchos, por desgracia, en vez de la mortificación y de la negación de sí mismos, impuestas por Jesucristo a todos sus seguidores con las palabras: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome todos los días su cruz y sígame” (Lc 9, 23), buscan más bien los placeres desenfrenados de la tierra y desvían y debilitan las energías más nobles del espíritu. Contra este modo de vivir desarreglado, que desencadena a menudo las más bajas pasiones y lleva a grave peligro de la salvación eterna es preciso que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los santos que han ilustrado siempre la Iglesia católica.
Tras estas paternas exhortaciones, Nos confiamos, venerables hermanos, que no sólo vosotros mismos las acogeréis con entusiasmo, sino que estimularéis también a acogerlas a nuestros hijos del clero y del laicado esparcidos por todo el mundo.
Por ello, venerables hermanos, procurad sin tardanza y por todos los medios a vuestro alcance que los cristianos confiados a vuestro cuidado purifiquen su espíritu con la penitencia y se enciendan en un mayor fervor de piedad, de modo que la buena simiente, que en aquellos días será más amplia y abundantemente esparcida, no sea desperdiciada por ellos, ni sofocada, sino que sea acogida por todos con ánimo bien dispuesto y perseverante, y obtengan del gran acontecimiento copiosos y duraderos frutos para su eterna salvación.


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