Queridos fieles:
Ya cerca del Vaticano II, el papa Juan
XXIII, viendo que el Concilio sería un tiempo de encuentro con el Señor, daba
una serie de consejos para disponerse bien a dicho encuentro.
Nosotros podemos aplicar esos consejos para
vivir bien este Adviento y así prepararnos para la Navidad que se aproxima;
pues la Navidad es también un encuentro particular con Cristo.
Transcribo entonces algunos párrafos de los
consejos del papa Juan XXIII extraídos de su carta encíclica “Penitentiam Agere”.
Padre Pablo Rossi, IVE
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Venerables hermanos: Salud y Bendición
Apostólica.
Hacer penitencia por nuestros propios
pecados, según la explícita enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo, constituye
para el hombre pecador el medio de obtener el perdón y de alcanzar la salvación
eterna. Es, pues, evidente cuán justificado está el designio de la Iglesia
católica, dispensadora de los tesoros de la divina Redención, la cual ha
considerado siempre la penitencia como condición indispensable para el
perfeccionamiento de la vida de sus hijos y para su mejor futuro.
Sí interrogamos a los libros del Antiguo y
del Nuevo Testamento, vemos que todos los gestos de los más solemnes encuentros
entre Dios y la humanidad —para expresarnos en lenguaje humano— han estado
siempre precedidos por una persuasiva exhortación a la oración y a la
penitencia. En efecto, Moisés no entrega al pueblo hebreo las tablas de la Ley
divina sino después que éste ha hecho penitencia por los pecados de idolatría y
de ingratitud (cf Ex 32, 6-35; y 1Co 10, 7). Los profetas exhortan
incesantemente al pueblo de Israel para que supliquen a Dios con corazón
contrito a fin de cooperar al cumplimiento de los designios de la providencia
que acompañan toda la historia del pueblo elegido. Conmovedora es entre todas
la voz del Profeta Joel que resuena en la sagrada liturgia cuaresmal: “Así, pues,
dice el Señor: Convertíos a Mí con todo vuestro corazón en el ayuno, en las
lágrimas y en los suspiros, y desgarrad vuestros corazones y no vuestros
vestidos.
Más bien que atenuarse, tales invitaciones
a la penitencia se hacen más solemnes con la venida del Hijo de Dios a la
tierra. He aquí, en efecto, cómo Juan Bautista, el precursor del Señor, da
comienzo a su predicación con el grito: “Haced penitencia, porque el Reino de
los Cielos se acerca” (Mt 3, 1). Y Jesús mismo no inicia su ministerio con la
revelación inmediata de las sublimes verdades de la fe, sino con la invitación
a purificar la mente y el corazón de cuanto pudiera impedir la fructuosa
acogida de la buena nueva: “Desde entonces en adelante comenzó Jesús a predicar
y a decir: Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Ibíd.,
4, 17). Más aún que los profetas, el Salvador exige de sus oyentes un cambio
total de mentalidad mediante el reconocimiento sincero e integral de los
derechos de Dios, “he aquí que el Reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc
17, 21); la penitencia es fuerza contra las fuerzas del mal; lo mismo nos
enseña Jesucristo: “El Reino de los Cielos se gana por la fuerza y es presa de
aquellos que le hacen violencia” (Mt 11, 12)).
Igual invitación resuena en la predicación
de los Apóstoles. San Pedro, en efecto, habla a las turbas después de
Pentecostés, con objeto de disponerlas a recibir también ellas el Sacramento de
la regeneración en Cristo y los dones del Espíritu Santo, diciéndoles: “Haced
penitencia y que cada uno se bautice en el nombre de Jesucristo, para la
remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,
38). Y el Apóstol de las Gentes advierte a los romanos que el Reino de Dios no
consiste ni en la prepotencia ni en los goces desenfrenados de los sentidos,
sino en el triunfo de la justicia y de la paz interior: “... porque el Reino de
Dios no es comida y bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm
14, 17-18).
No debe pensarse que la invitación a la
penitencia se dirija solamente a aquellos que por primera vez han de entrar a
formar parte del Reino de Dios. Todos los cristianos tienen realmente el deber
y la necesidad de violentarse a sí mismos o para rechazar a sus propios
enemigos espirituales o para conservar la inocencia bautismal, o para recobrar
la vida de la gracia perdida mediante la transgresión de los divinos preceptos.
Pues si es cierto que todos aquellos que se han hecho miembros de la Iglesia
mediante el santo Bautismo participan de la belleza que Cristo le ha conferido…,
es verdad también que cuantos han manchado con graves culpas la cándida
vestidura bautismal, deben temer mucho los castigos de Dios si no procuran hacerse
de nuevo cándidos y esplendorosos mediante la sangre del Cordero (cf. Ap 7,
14), mediante el Sacramento de la penitencia y la práctica de las virtudes
cristianas.
Siguiendo el ejemplo de nuestros
predecesores, también Nos, venerables hermanos, deseamos ardientemente invitar
a todo el mundo católico —clero y laicado— a prepararse para la gran
celebración conciliar con la oración, las buenas obras y la penitencia.
Ante todo es necesaria la penitencia
interior, es decir, el arrepentimiento y la purificación de los propios
pecados, que se obtiene especialmente con una buena confesión y comunión y con
la asistencia al sacrificio eucarístico. A este género de penitencia deberán
ser invitados todos los fieles... Serian vanas, en efecto, las obras exteriores
de penitencia si no estuviesen acompañadas por la limpieza interior del alma y
por el sincero arrepentimiento de los propios pecados. En este sentido debe
entenderse la severa advertencia de Jesús: “Si no hacéis penitencia, todos por
igual pereceréis” (Lc 13, 5). ¡Que Dios aleje este peligro de todos aquellos
que nos fueron confiados!
Los fieles deben, además, ser invitados
también a la penitencia exterior, ya para sujetar el cuerpo al imperio de la
recta razón y de la fe, ya para expiar las propias culpas y la de los demás. El
mismo San Pablo, que había subido al tercer cielo y había alcanzado los
vértices de la santidad, no duda en afirmar de sí mismo: “Mortifico mi cuerpo y
lo tengo en esclavitud” (1Co 9, 27); y en otro lugar advierte: “Aquellos que
pertenecen a Cristo han crucificado la carne con sus deseos” (Ga 5, 24). Y San
Agustín insiste sobre las mismas recomendaciones de esta manera: “No basta
mejorar la propia conducta y dejar de practicar el mal, si no se da también
satisfacción a Dios de las culpas cometidas por medio del dolor de la
penitencia, de los gemidos de la humildad, del sacrificio del corazón contrito,
unido a la limosna”.
La primera penitencia exterior que todos
debemos hacer es la de aceptar de Dios con resignación y confianza todos los
dolores y los sufrimientos que nos salen al paso en la vida y todo aquello que
comporta fatiga y molestia en el cumplimiento exacto de las obligaciones de
nuestro estado, en nuestro trabajo cotidiano y en el ejercicio de las virtudes
cristianas. Esta penitencia necesaria no sólo vale para purificarnos, para
hacernos propicios al Señor y para impetrar su ayuda por el feliz y fructuoso
éxito del próximo Concilio Ecuménico, sino que también hace ligeras y casi
suaves nuestras penas por cuanto nos pone ante los ojos la esperanza del premio
eterno: “Los sufrimientos del tiempo presente no tienen comparación alguna con
la gloria que se manifestará un día en nosotros” (Rm 8, 18).
Además de las penitencias que
necesariamente hemos de afrontar por los dolores inevitables de esta vida
mortal, es preciso que los cristianos sean generosos para ofrecer a Dios
también voluntarias mortificaciones a imitación de nuestro divino Redentor, quien,
según la expresión del Príncipe de los Apóstoles, “murió una vez por todas por
los pecados, el justo por los injustos, a fin de conducirnos a Dios, llevado a
la muerte en su carne, mas conducido a la vida en el espíritu” (1P 3, 18).
“Puesto que Cristo padeció en su carne”,
revistámonos también nosotros “del mismo pensamiento” (Ibíd., 4, 1). Sírvannos
en esto de ejemplo y aliento los santos de la Iglesia, cuyas mortificaciones en
su cuerpo, a menudo inocentísimo, nos llenan de maravillas y casi nos confunden.
Ante estos campeones de la santidad cristiana, ¿cómo no ofrecer al Señor alguna
privación o pena voluntaria por parte también de los fieles que, quizá, tienen
tantas culpas que expiar? Aquéllas son tanto más gratas a Dios cuanto que no
proceden de la enfermedad natural de nuestra carne y de nuestro espíritu, sino
que son espontánea y generosamente ofrecidas al Señor en holocausto de
suavidad.
Muchos, por desgracia, en vez de la
mortificación y de la negación de sí mismos, impuestas por Jesucristo a todos
sus seguidores con las palabras: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese
a sí mismo, tome todos los días su cruz y sígame” (Lc 9, 23), buscan más bien
los placeres desenfrenados de la tierra y desvían y debilitan las energías más
nobles del espíritu. Contra este modo de vivir desarreglado, que desencadena a
menudo las más bajas pasiones y lleva a grave peligro de la salvación eterna es
preciso que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los
santos que han ilustrado siempre la Iglesia católica.
Tras estas paternas exhortaciones, Nos
confiamos, venerables hermanos, que no sólo vosotros mismos las acogeréis con
entusiasmo, sino que estimularéis también a acogerlas a nuestros hijos del
clero y del laicado esparcidos por todo el mundo.
Por ello, venerables hermanos, procurad sin
tardanza y por todos los medios a vuestro alcance que los cristianos confiados
a vuestro cuidado purifiquen su espíritu con la penitencia y se enciendan en un
mayor fervor de piedad, de modo que la buena simiente, que en aquellos días
será más amplia y abundantemente esparcida, no sea desperdiciada por ellos, ni
sofocada, sino que sea acogida por todos con ánimo bien dispuesto y
perseverante, y obtengan del gran acontecimiento copiosos y duraderos frutos
para su eterna salvación.
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