Ese fue el trabajo que personalmente se asignó Cristo: su campaña.
Todas las biografías de Cristo que conocemos construyen su vida sobre otra fórmula: “Fue el Hijo de Dios, predicó el Reino de Dios y confirmó su prédica con milagros y profecías...” Sí; pero ¿y su muerte? Esta fórmula amputa su muerte, que fue el acto más importante de su vida.
Son biografías más apologéticas que biográficas; Luis Veuillot, Grandmaison, Ricciotti, Lebreton, Papini, Mauriac...
El drama de Cristo queda así escamoteado. La vida de Cristo no fue un idilio ni una elegía sino un drama: no hay drama sin antagonista. El antagonista de Cristo, en apariencia vencedor, fue el fariseísmo (…).
Sin el fariseísmo, Cristo no hubiera muerto en la cruz (…). El fariseísmo es el gusano de la religión; y después de la caída del Primer Hombre es un gusano ineludible, pues no hay en esta mortal vida, fruta sin su gusano, ni institución sin su corrupción específica.
Es la soberbia religiosa: es la corrupción más sutil y peligrosa de la verdad más grande: la verdad de que los valores religiosos son los primeros. Pero en el momento en que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo. El gesto religioso, cuando se toma conciencia de él, se vuelve mueca. Los grandes gestos de los santos no son autoconscientes, es decir, son auténticos, es decir, son divinos: “padecen a Dios” y obran en cierto modo como divinos autómatas, como obran los enamorados; sin “autosentirse”; como dicen ahora.
Entiéndanme: no les niego la libertad ni la conciencia ni la reflexión; establezco simplemente “la primacía del objeto”, que en lo religioso “es un objeto trascendente”.
(Hasta acá, todo de Castellani, en “Cristo y los Fariseos”).
Agreguemos nosotros un pequeño comentario.
Hoy, miércoles de ceniza, el evangelio nos pide hacer penitencia de verdad, no actuada. Dice así: “Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Hagamos entonces penitencia, y mucha. Pero motivada por amor a Dios y dolor de los pecados; y no para engañar o engañarnos.
El que hace penitencia sin verdadera humildad termina creyendo que su salvación depende solo de sus fuerzas, se hace “atrevido de Dios”, como dice San Juan de la Cruz, y termina oponiéndose al Evangelio, como hicieron los fariseos.
Padre Pablo Rossi, IVE